En el primer capítulo de Un silencio enterrado tomamos como punto de partida una serie de cartas. Remitidas desde dos puntos diferentes de Galicia. Camposancos, en A Guarda, en la provincia de Pontevedra y Celanova, en Ourense. La última, en formato postal, recoge una poesía. Uno de sus versos, que además figura subrayado por su autor, da título al episodio. “Ponlos, sí, pero no llores”. Es lo que Marcelino Fernández le pedía a su hija Pepita, de apenas dos años en aquel final del verano de 1939. Hacía referencia al único retrato que la pequeña tenía de su padre.
Mírame tú, hijita mía,
ese retrato que tú conoces.
Ahí tienes a tu papá
que no te olvida un instante.Donde pones los ojitos
me han dicho que llores
¡Oh! niña de mis amores
Ponlos, sí, pero no llores.
Estrofas que, en la voz de Mapi Quintana, dan arranque y cierre a este primer capítulo del podcast. Si tienen curiosidad por la intrahistoria de la canción y de las músicas de este proyecto, no se preocupen: bien merece otra entrada de este blog.
Las cartas de Marcelino a su mujer y su hija constituyen un valioso testimonio documental en el desarrollo de este relato. Las que se conservan. Las que lograron sortear la censura y llegar a destino. A Gijón. Quizá hubo más. Si las hubo se quedaron a medio camino. Como esa pulserita engarzada a mano con unas chapitas. Regalo con motivo del primer cumpleaños de la niña. Como queda reflejado en la carta, el jefe de la censura militar de “La Guardia” intervino el presente antes siquiera de que llegase a Correos. Seguramente Marcelino nunca supo que Pepita jamás recibió la pulsera. Las cartas sí las leyó. Muchas veces. Durante toda su infancia. Hasta conocer su contenido prácticamente de memoria. Para mantener viva la memoria de su padre ausente.
Otro de los protagonistas de esta historia, Abelardo Suárez del Busto, también pudo haber escrito alguna carta a su mujer y sus dos hijos pequeños. Si las hubo, no llegaron. O no se conservan. Sí lo hacen las que Emilia, su mujer, remitió a la prisión de Celanova pidiendo confirmación del fusilamiento de su marido en septiembre de 1939. El certificado de defunción tardaría cuatro años en llegar. La ratificación de su muerte está fechada en diciembre de 1943.
Como fecha tiene también otro de los documentos a los que hacemos referencia en el primer episodio. Una fotografía feliz. De una romería. La de Granda. Típica fiesta de prau asturiana. Era julio de 1935, un año antes de la sublevación militar que daría paso a la guerra. Abelardo bebe de una bota de vino. Posan sonrientes a la cámara Elena y Juan, hermana y cuñado de Emilia, que en ese preciso instante no está pendiente del fotógrafo.
Alto, guapo, con buena planta. Así describe a su abuelo Graciela. No conservan muchas imágenes pero sí el recuerdo de su madre, Carmen, que siempre les decía a sus nietas lo muy querida que se sentía por su padre. Carmen y su hermano Enrique, dos años mayor, quizá estuviesen también correteando por esa romería de Granda en el verano de 1935. Puede que jugasen mientras el fotógrafo retrataba a sus padres y sus tíos.
Junto a Marcelino y Abelardo otros cinco jóvenes serían también fusilados contra la tapia del cementerio de San Breixo, en Celanova, el 22 de septiembre de 1939. Algunos muy jóvenes como Baldomero Vigil-Escalera, de profesión pintor. Josefina, la hija de Marcelino cree que quizá fuera él ese amigo que trató de escapar de Gijón junto a su padre horas antes de la llegada de las tropas franquistas a la ciudad, en octubre del 37. Y que ambos, apenas veinteañeros, correrían juntos la peor de las suertes. Baldomero tenía otros tres hermanos. Benito, Carmen y Enedina. En Gijón se quedó también su madre, Esperanza Vallejo, cuya fotografía ilustra estas líneas. A su nieta Pilar, la más jóven, apenas le llegaron vestigios de esta historia que ahora se afana en reconstruir. Espera que en próximas fechas lleguen noticias del Hospital de Verín. De la Unidad de Antropología Forense. El equipo que lidera Fernando Serrulla le tomó en noviembre muestras genéticas para contrastarlas con los restos de los cinco cadáveres recuperados de la fosa de Celanova y que aun no han podido ser identificados. Para confirmar cuál de ellos se corresponde con Baldomero. Para que vuelva a Gijón.
En el transcurso de este viaje sonoro entre Asturias y Galicia también hemos conocido algo más de la historia del mayor de los siete. Mariano Blanco. Que en algunos documentos aparece mencionado como Marino. Así le cita Ramón Álvarez Palomo en su libro sobre Avelino González Mallada, alcalde anarquista. En varias páginas de esta obra se puntualiza que era tesorero de la CNT de Gijón y secretario de redacción del periódico de la organización anarcosindicalista, cuya cabecera eran sus propias siglas. En los archivos del Instituto Internacional de Historia Social, en Ámsterdam, a donde se cedieron por deseo expreso todos los documentos de Álvarez Palomo, figura una fotografía en la que se cita, entre otros, a Blanco. Fue sacada en Cudillero. En torno a 1928.
También pueden ver, junto a estas líneas, la foto de quien firma otro de los testimonios de los que nos hemos servido para componer el puzle de esta historia. Se trata de Constantino García Alonso. Alias “Truenos”. El cuaderno de memoria que escribió para que le fuera entregado a su mujer Mercedes y a su hija Libertad ha llegado a nuestros días conservado con el cariño de su sobrina-nieta Virginia. Lo redactó durante su estancia en la cárcel de Oviedo, antes de ser fusilado en 1938. Para dejar constancia de su periplo previo a la condena.
“Durante la travesía hemos pasado momentos infernales, horas de verdadera tragedia, en las bodegas del Arichachu. Solo con darse cuenta de que una de éstas, que sólo tendrían capacidad para 200 personas, íbamos -¡cómo iríamos!-,aproximadamente 800 compañeros. Allí se veían continuamente compañeros con sofocaciones y vahídos. Rictus de locura en muchos rostros, tal era el amontonamiento humano. ¡Nos trataron peor que al ganado! En el mismo cubo en que teníamos para hacer nuestras necesidades- necesidades de 800 prisioneros-, nos bajaban el agua para beber”.
Gracias a su relato conocemos en qué condiciones se trasladó al puerto de Bayona desde el de Ribadeo a los miles de republicanos capturados en el Cantábrico en las noches del 20 y el 21 de octubre de 1937. Infrahumanas. En el tristemente famoso Arichachu.
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